Autor: Pedro Emilio Torrejón Sánchez.
Lugar no conocido, fecha reciente.
A todos los sanmartinenses de buena voluntad del Perú. Queridos amigos,
Yo, José Francisco de San Martín y Matorras, me entrevisté con don Simón Bolívar, un 26 de julio de 1822, en Guayaquil, sin testigos. En realidad, nos vimos dos veces ese día: al mediodía (por espacio de hora y media) y un poco más tarde (aproximadamente une media hora) El día 27 de julio, tuve mi tercera entrevista, de la una a las cinco de la tarde. Más tarde asistí a un baile ofrecido en mi honor. A la una de la mañana del 28 de julio, me despedí de Simón Bolívar, salí sigilosamente sin que nadie se diera cuenta, y llegué a Lima el 19 de agosto, siendo aclamado calurosamente por el pueblo peruano. Después de ello, dejé el Perú, y el famoso libertador venezolano se hizo cargo de la campaña militar, para continuar la lucha de la independencia de los países americanos y así sacudirse del yugo español. Algunos soldados de mi ejército se quedaron con Bolívar.
Decidimos que nuestra conversación quedara en secreto. Se ha conjenturado, se conjentura y se seguirá conjenturando sobre este encuentro, no caben dudas al respecto. Ha generado más misterios que contenido. ¿Qué temas tratamos? ¿De qué y cómo hablamos? Sólo abordaré algunas cosas…¿importantes? No lo sé, cada quien sacará sus propias conclusiones. Bolivar y yo prometimos que no íbamos a poner en la arena pública esta entrevista. Pero en 2013 me enteré del hallazgo de una carta, una misiva, que Simón había escrito a Sucre. La epístola estaba bien protegida en el Archivo Nacional del Ecuador en Quito. Así que, cerca de dos siglos que no decía nada (yo sí que guardé mi promesa…pero, demasiado es demasiado), tuve que salir de mi reserva…no contaré todo, sólo un poquito. Aunque a decir verdades, Bolivar, a los pocos días de nuestro encuentro, había producido varios informes, redactado por su secretario, sobre nuestra plática. Ahora me toca contar algo. Sí o sí, ¿no es cierto?
Déjenme decirles que algunos minutos antes de la entrevista, vino a mi mente el recuerdo de mis señores padres: mi madre, doña Gregoria Matorras del Ser, y mi padre, don Juan de San Martín. Fueron buenos padres. Nací el 25 de febrero de 1778, en Yapeyú, Virreinato del Río de la Plata. En 1784, cuando contaba con 6 años, toda mi familia (mis padres y mis hermanos) nos trasladamos a España y radicamos en Málaga. No les cuento los detalles de mi vida, no porque no quisiera, sino porque para eso están los historiadores y especialistas, que conocen mejor que yo mi biografía, y además porque es otro el objetivo de este escrito. Pongo mi espíritu y mi alma en las manos de los expertos. A la edad de 34 años, en 1812, después de obtener el grado de teniente coronel del ejercito español (y haber participado a varias campañas militares contra los moros, los portugueses, los ingleses y los franceses, con brío y coraje) y luego de una pequeña estadía en Londres, retorné a Buenos Aires, para ponerme al servicio de la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. No fue tan fácil dejar el país de mis padres, pero fue más fuerte la decisión inquebrantable de participar y contribuir a la libertad de nuevos países en América. Pensé también en mi esposa, María de los Remedios de Escalada, y en nuestra única hija, Mercedes Tomasa San Martٌín y Escalada, la llamábamos Merceditas. Me casé el 12 de noviembre de 1812, en Buenos Aires, cuando mi mujer tenía 14 años y yo 34 años, eso lo saben, ¿verdad? Quería estar al lado de mi mujer y de mi preciosa hija, lo más rápido posible. Todo esto me vino a la mente antes de encontrarme con el héroe venezolano.
Fui recibido cordialmente por el libertador don Simón Bolivar, en Guayaquil.
«Bienvenido a tierra Colombiana. Al fin se cumplieron mis deseos de conocer y estrechar la mano del renombrado general de San Martín», me dijo Simón Bolívar. Yo le respondí gentilmente a su amabilidad. Sin poder decir la primera palabra o lo que fuese, ya había perdido la oportunidad de reclamar Guayaquil para el Perú. Vaya tipo que era el fulanito…Un general en su laberinto.
Hablamos de todo y de nada. Le dije que había enviado a su mejor soldado, el militar Antonio José de Sucre, a Guayaquil, un tiempecito antes que nos encontráramos, para que esta provincia fuese parte integrante de la Gran Colombia, mismo si la gran mayoría de la población quería pertenecer al Perú. En este y otros puntos, nos comió vivo Bolivar. Se me vino, fugazmente, la idea de decirle que la Gran Colombia fue una creación de él para contrarrestar al Perú, pero no le mencioné. Debería haberlo dicho: ¿No es cierto? Habían otros asuntos muy delicados y urgentes que abordar. También le hice partícipe de mi preocupación de dividir el Perú. Y lo que es más, creando un nuevo país que llevaría su nombre. Se aprovechó de los buenos sentimientos de los Altosperuanos. Le recalqué que algún día los peruanos se preguntarán: «¿Dónde se jodió el Perú?» La respuesta será obvia y contundente. Y terminé diciéndole: «Si gana la guerra contra las fuerzas realistas en el Perú, no trate a los peruanos como vencidos.» Y grité: «¡Simón…no la friegue más…!» Sino, pregunten a Ramón Castilla, cómo vivió la presencia de los oficiales del ejército bolivariano. La verdad de las cosas, es que yo estaba cansado de tanta criollada de los futuros dirigentes de nuestras jóvenes naciones. Había mucho que resolver y construir. Bolivar tenía la fuerza, el dinero y la ambición. Caballero no más, le dejé el camino libre…aunque intenté una última solución…de ser el segundo, su mano derecha; él como jefe. «¡Ni de vainas!», me respondió, y añadió: «¡No hay lugar para dos titanes, dos gigantes!» Ahí terminó nuestra conversación. Punto final.
En 1822, desde Ancón, partí y dejé el suelo peruano. Mi único deseo era de dar la libertad a los pueblos oprimidos: ¡Era mi pasión! ¡Mi razón de ser! Llegué a la cumbre del poder, y abdiqué de todo privilegio, para dar el derecho de elegir a los pueblos, a las naciones, sus propias autoridades. Otra cosa: jamás derramé sangre de mis compatriotas latinoaméricanos, y sólo empuñé mi sable contra las personas que se oponían a la independencia, y por ende, a la libertad de los pueblos colonizados. Traté de ser responsable y mantener una actitud digna de la tarea que me fue encomendada. Muy bien, tengo defectos (como todo ser humano) pero he tratado de: ser previsor, amar la verdad y detestar la mentira, ser disciplinado, inspirar confianza y amistad, guardar un secreto, comenzar a trabajar a las cuatro de la mañana, almorzar sólo, no amar el lujo, y ser un gran apasionado por la libertad. Un gran apasionado por y de la libertad.
Mi querida esposa falleció el 3 de agosto de 1823, para mí fue un golpe muy duro. En 1824, juntamente con mi hija, Merceditas, partimos rumbo a Europa. En 1829 volví a Buenos Aires, pero cuando me enteré que habían luchas intestinas para apoderarse del poder, decidí no abandonar el barco y regresar a Europa.
Dios quiso que me vaya de este mundo a la edad de 72 años, fue el 17 de agosto de 1852 en Francia (Boulogne-sur-Mer). Tuve une vida llena de aventuras.
Sé que hay un busto mío en la plaza de armas de la ciudad de Tarapoto. Alguien dijo que es muy pequeño. A mí me va bien…pero si desearían hacer algo más imponente, más grande, yo no me opondría. Hay una estatuta mía en Boulogne-sur-Mer, Francia, que le llaman «la milagrosa». Porque durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, de parte de los aliados contra el ejercito alemán, todo ha sido destruído en ese sector…salvo la estatua de vuestro servidor.
Hermanos peruanos, no confundan la persona de Simón Bolivar y los venezolanos de ahora. No se olviden que tienen más de un millón de compatriotas viviendo en los Estados Unidos, más de 250,000 en España, más de 100,000 en Chile y en otros países como Alemania, Argentina, Canada, Francia. Acuérdense que miles de peruanos fueron a vivir a Venezuela en los años 70. Así es la vida.
Me parece haber esuchado una vez, en la ciudad de Lamas, vociferar a la gente, en una de las tantas fiestas bombo-baile (como dicen en esa región de la Amazonía Peruana) conmemorando el aniversario patrio del suelo inka, diciendo: «¡Argentina y San Martín! ¡Unidos hasta el fin!» Ché, me encantó eso, fue macanudo. Ahora digo ché, como el Papa Francisco; pero cuando estuve en tierra, tenía el acento español de Andalucía. Viví en Bélgica, Francia, Inglaterra, España.
Un grupo de tarapotinos, partiendo de Porcuna (pueblecito de Andalucía) visitaron un día Bailén. Allí tuve una hazaña militar, siendo oficial y vistiendo el uniforme del ejército realista español, ganamos la batalla contra los soldados franceses de Napoleón Bonaparte. De la noche a la mañana me convertí en un héroe en el país ibérico. El grupo preguntó por la estatua del general José de San Martín, casi nadie me conocía…salvo una persona que dijo: «¡Ah! ¡El cabezón!» Porque solamente tengo el rostro y es enorme. Vengan a visitarme, estoy regio.
Volviendo a nuestro tema; si les contara todo…no terminaríamos. Queridos amigos, me toca despedirme. Cada uno de ustedes podrá sacar su conclusión, y sobre todo, responder a la pregunta: ¿Dónde se jodió el Perú?
El General, don José Francisco de San Martín (El Santo de la espada)
«He convocado al Congreso para presentar ante él mi renuncia y retirarme a la vida privada con la satisfacción de haber puesto a la causa de la libertad toda la honradez de mi espíritu y la convicción de mi patriotismo. Dios, los hombres y la historia juzgarán mis actos públicos.»
José de San Martín (Carta a Bolívar. Lima, 10 de septiembre de 1822)
Francia, febrero del 2018. Pedro Emilio Torrejón Sánchez.